El viento
El viento despertó aterido en la cima de la montaña más alta de la tierra, siempre cubierta de nieve. Su desperezar fue terrible, pues pareció que la cordillera temblaba, y la nieve comenzó a rodar por las laderas, arrastrando cuanto encontraba a su paso. Luego el viento se agitó y rugió.
-¡Tengo frío!
Huyó del monte, dando saltos tan grandes como no los ha dado el animal más ligero. Los árboles más añosos se inclinaban a su paso. El viento no hacía más que tocarles y se doblaban. Al llegar a los valles sintió ya el calor de la carrera y continuó rugiendo y saltando. Otra montaña le cerró el paso, y después de haberla azotado como si quisiera derribarla, subió a sus picachos desgajando árboles y derrumbando rocas y saltó al lado opuesto. Allí estaba el mar.
-¡Despierta, hermano, bramó el viento! ¡Aquí estoy yo!
-¿Por qué vienes a turbar mi reposo? preguntó el Océano.
-Quiero jugar contigo. Despierta.
Y para desperezarle, el viento le sacudió con sus robustos brazos.
El mar se entregó al viento, que le levantó hasta las nubes y le dejó caer con estrépito; luego bajó a cogerle al fondo del abismo, y como locos saltaron, corrieron, brincaron; bramando, silbando y rugiendo.
-¿Dónde está el rayo? exclamó el viento. ¡Me gusta jugar contigo, oh mar, cuando su luz siniestra enrojece las nubes!
-Aquí estoy, exclamó con acento metálico.
-¿Quién habla?
-Yo.
-¿Quién eres?
-El telégrafo.
-¿Qué tiene que ver el telégrafo con el rayo?
-El hombre me ha sujetado a este alambre y ha aprovechado mi velocidad para suprimir el espacio.
El viento soltó una carcajada. Al oírla, las ballenas y los tiburones se espantaron y huyeron hacia el polo.
-¡Sólo falta, dijo el viento, que el hombre suba a las nubes y te aprisione!
-Ya lo ha hecho. Pone el pararrayos encima de su morada y a él me tiene encadenado.
-¡Necio! Te creía más fuerte. ¡Nubes: abríos y azotad la casa del hombre! ¿Dónde estáis?
-¡Aquí! contestó una voz estridente.
-¿Quién habla?
-La locomotora.
-¿Qué tiene que ver la locomotora con las nubes?
-Las tengo aprisionadas en mi seno. En vez de flotar en el espacio, se retuercen dentro de las paredes de mi caldera, y convertidas en fuerza arrastran los trenes y suprimen las distancias.
-¿Quién ha podido tanto?
-El hombre.
-¡Mar! bramó el viento: tú no te dejas aprisionar como el rayo y las nubes.
-Yo tenía un secreto, dijo el mar: tenía abrazado un mundo y le escondía a todas las miradas. El hombre lo adivinó y un débil leño bastole para arrebatármelo.
-¿Qué es el hombre?
-El que a ti te domina.
-¡A mí! rugió el viento.
Y en su cólera sacudió las aguas, que se convirtieron en montañas.
-A ti, añadió el mar, pues te obliga a mover las aspas de un molino y a hinchar las velas de un buque.
-¿Quién ha dado su poder al hombre?
-El que me puso por valla a mí, infinitamente grande, el grano de arena, que es lo infinitamente pequeño: Dios.
-¿Qué tiene el hombre que le hace superior a nosotros?
-El alma, reflejo de la divinidad. He aquí porque aprisiona el rayo y el vapor; he aquí porque también a ti te encadena y porque sorprende mis secretos, me arrebata un mundo y me obliga a sostenerle cuando me cruza, azotándome con la hélice; he aquí porque te fuerza a ti a empujarle hinchando las velas de sus buques.
Cuento de Teodoro Baró